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EL ABISMO

"Mundo ignorado" por Pelotazoman

"Mundo ignorado" por Pelotazoman MUNDO IGNORADO

Cuando comprendí que el sueño no llegaba abrí los ojos y miré a través de mi ventana, hacia una helada noche de febrero. Todo estaba en calma. Tan sólo un farol con algunas polillas revoloteando a su alrededor con ansias de luz, una pila de leña frente a un garaje, y el resto de las viviendas de mi calle, oscuras y ominosas, que no daban señales de vida en su interior. Qué sentimiento de terrible paz y atroz desolación transmiten los pequeños pueblos de montaña las noches de invierno. Pudiera decirse que en ellos no habita nadie, que son un espejismo. Sentí el impulso de salir, de abandonar el calor de mis mantas y sumergirme en aquel mundo de tristeza. En aquel mundo que no pertenecía al nuestro, que había olvidado que las manos del hombre lo habían construido siglos atrás, que en su inanimada indiferencia parecía respirar. Era un mundo de piedra. Los muros de las casas, el suelo de las calles, la viejísima iglesia, todo de piedra.
Noté una confortable excitación en mi pecho, allí afuera me convertiría en el único espectador de la abrumadora soledad y del silencio de aquello que está congelado en el tiempo. Bajé las escaleras mientras me abrigaba, y al abrir la puerta, un frío glacial me recibió acariciando mi rostro y mis manos desnudas. Qué sobrecogedor silencio, qué inconcebible ausencia de sonidos, sólo el viento me estimulaba, diciéndome que ni dormía, ni había muerto y había llegado al mundo que está más allá de la vida. Inicié mi marcha, mi vagabundeo por las calles, recreándome en el ambiente, fascinándome. A mi derecha, una fría pared con ventanas ciegas que ocultaban quizá un amargo interior largo tiempo deshabitado. A mi izquierda una estrecha calle, que subía. Allí otro montón de leña, que no había menguado durante el invierno, apenas iluminado por el único farol de la calle. Allá un olvidado banco, también de piedra, en el que nunca se sentaba nadie. En lo alto, un cielo sin luna.
Caminé sin rumbo, a través de un mundo ignorado, en penumbra. Cuando me hallaba en una calle estrecha, como casi todas, pero más iluminada, escuché el primer sonido desde que había salido. Era el breve aleteo seco que producía la hoja de un libro al pasarse contra el viento. Al dar unos pasos más descubrí sentado en el borde de un desnivel a alguien que leía, encorvado y muy quieto, bajo la tenue luz de un farol. Era de muy escasa estatura, casi parecía un niño. Cuando levantó la vista para contemplarme, pude ver su cara. Era delgada, alargada con exageración, de ojos minúsculos y orejas grandes y picudas cuyos extremos caían ligeramente por su propio peso. ¿Qué demonios era eso? Me pareció una anormalidad, una aberración que no encajaba en aquel mundo de paz sepulcral, algo que no debería estar ahí, sentado y mirándome con sus ojillos vacíos antes fijos en el libro. Sin mover más que los labios, el ser emitió un sonido corto y ascendente, como si fuera un extraño pájaro: ¡uuuik! El silencio ancestral de las calles interrumpido por un inconcebible sonido, fue como escuchar una nota discordante en una bella melodía. El hombre-duende parecía esperar algo, mi reacción quizá. Me giré y volví sobre mis pasos, temblando por el frío y por la negativa de mi mente a aceptar lo que había quedado a mi espalda.
El miedo y el cansancio me acosaban, y emprendí el camino de vuelta a mi casa, vigilando con regularidad sobre mi hombro, tomando precauciones ante lo desconocido y lo imposible. Y así recorrí de nuevo calle tras calle, y cuando estaba frente a la panadería, apagada –negra- y vacía, me llegó un lejano “¡uuuuuik!” que retumbó fugazmente en los muros de mi alrededor. Un extraño pájaro apelando en las tinieblas Dios sabe a qué. Al silencio. Al mundo del que procede. A mí. Mientras el horrible grito rechinaba aún en mis oídos, algo se cruzó frente a mí y enseguida desapareció. Aquello escapaba a la razón, era una cabeza enorme que caminaba sobre dos piernas desnudas, largas y raquíticas. Eché a correr con el corazón latiendo violentamente en el pecho. Me costaba esfuerzo pensar. En un banco de la plaza vi a un anciano, era un vecino del pueblo. Me dirigí a él, sofocado.
- Oiga… ¿Ha visto eso? ¡Hay… cosas raras por las calles!
- ¿Cosas raras?
- Sí… Monstruos… He visto por allí una cabeza que andaba sobre dos patas… Y antes, un, un… ¡Créame, que le estoy diciendo la verdad!
El viejo me miraba con fingida seriedad, casi sonriendo.
- Anda, acuéstate, nostás mu lúcido.
- Venga, acompáñeme, ya verá que no le miento. Estaba ahí, muy cerca.
- Ya no tengo el cuerpo pa caminar, vete pa casa que es mu tarde.
- ¡Mira! ¡Ahí! ¡Mira!
Le señalé el otro extremo de la plaza. Allí estaba el hombre-pájaro, con su libro agarrado por una de las tapas, colgando inerte, como si fuera un trapo o un conejo muerto. Me pregunté si aquel ser podría leer, si el libro que llevaba como un rastrojo tendría algún contenido cabal o si estaría escrito en la lengua de los duendes-que-gritan-como-pájaros-del-inframundo. Sentí un escalofrío al pensar que me pudiera haber venido siguiendo, rastreándome, y que quizá de no haberme detenido me habría seguido hasta mi casa, a través de un mundo de piedra, sin luna, para poder despertarme con un interminable ¡uuuuuik!
- ¿Por qué te da mieo?
- ¿Pero es que no se ha fijado? Eso… no es normal. Y hace ruidos como de pájaro. ¡Y me ha venido siguiendo!
El viejo miró al ser, pensativo.
- M’hacen compañía- dijo.
- ¡¿Qué?! ¿El qué, esas cosas? Pero no puede ser si ayer ni si quiera estaban, ¿de dónde han salido? Las… ¿conoces?
Se rió. Mientras, el duende abandonaba la plaza.
- Son cosas que he soñao. Como no duermo mu bien, a veces por la noche me siento solo. Tonces yo sólo dejo quesas cosas salgan de aquí- se dio dos golpecitos con el dedo en la frente- y que vayan por ahí por las calles o q’hagan lo que las de la gana, ¿me entiendes? Y yo me siento aquí , y m’hacen compañía en este pueblo de mierda. Las veo, las oigo, y m’hace gracia verlas por ahí, aunque algunas son mu feas.
- ¿Pero cómo puedes hacer que salgan de tu mente?
- Pus yo qué sé, una noche que no podía dormir salí al fresco y vi uno desos bichos ahí mismo, y al principio tuve mucho mieo. Luego macordé q’había soñao con eso alguna vez y ya pensé que m’había vuelto loco porque yo sabía que nostaba soñando. Y como no m’hacía ná pos macostumbré, y además ya nostaba solo, ¿me entiendes?- asentí- Y ná, ahora si no pueo dormir pos pienso en ellos y ahí salen. Yo no lontiendo, pero es asín, y ya nostoy solo.
- Pero… ¿nunca te han hecho nada?
- Que va, son mu mansas. El bicho ese q’ha pasao es como un chucho, si se pone tonto, se le asusta un poco y yastá. Las otras son más cabronas pero no masustan ná de ná. Estar solo tol invierno en este agujero sí que masusta- no supe si con lo de agujero se refería al pueblo o a su casa, quizá a las dos cosas.
- ¿Cómo que si se pone tonto? ¿Y a qué te refieres con que las demás son más cabronas?
- Que ná, que tu tranquilo que no te va a pasar ná, y estando aquí conmigo menos toavía.
- ¿Es que si no estuviera contigo me podría pasar algo? Es que yo lo que quiero es llegar a mi coche y largarme de aquí.
- Pos esas cosas van a estar por ahí hasta q’amanezca, pero pues ir tranquilo que no te van a hacer ná.
Permanecí sentado, mirando la plaza medio a oscuras, asustado.
- ¿Quiés que salgan también los tuyos?- dijo, mirándome a los ojos y con una mano en mi hombro- ¿Eh? ¿Quiés q’hagamos que salgan?
La enorme sensación de irrealidad que sentía me evitaba tomar una clara conciencia de aquella imposible situación en la que un viejo paleto del pueblo me hablaba de soledad y de extraños seres pesadillescos, y que ahora me invitaba a sumarme a aquella orgía de cosas impensables, habitantes del inconsciente.
- Sí, pero no sé cómo hacer para…
- Vamos, no sé si podrá tol mundo pero pa mí es mu fácil. Cierra los ojos- le miré brevemente antes de cerrarlos, desconfiando de sus intenciones -. Mira, luego hago asín- me colocó mi mano sobre mis párpados -, y ná más, ahora piensa en lo que sueñes tú, lo que te venga a la cabeza por las noches si es que hay algo, pero no pienses en ná más.
Así estuve algún tiempo, hasta que empecé a pensar que se estaba riendo de mí. Entonces el anciano volvió a intervenir.
- Piensa que lo que sea que tengas ahí metío va a aparecer por ahí como lo más normal del mundo.
Yo me había concentrado al máximo. Sentía una curiosidad obscena, deseaba ver qué salía de los sótanos de mi mente. Y lo que saliera habría sido creado por mí aunque no por voluntad propia, sino reformado por la maquinaria de la parte oculta de mi conciencia, la más profunda. Me había contagiado de los deseos de sentirme en compañía de lo irracional, de aquello que no debería estar allí ni existir y que sin embargo pululaba a través de las calles vacías, del invierno silencioso entre casas abandonadas, ignorando que aquel mundo había sido concebido para el ser humano.
- Si algo ha salío tendría q’haber salío ya.
Retiré mi mano y observé el silencio de la plaza. Ninguno dijo nada durante largo rato. Su cara parecía decir: “Este chico no ha podío. Mejor será que se vaya a su coche y se largue, y se olvide de to esto”. Se escuchó el sonido deslizante de unos pies que se arrastraban, cada vez más cerca. Por nuestra derecha, apareció una figura encorvada, cubierta de negro, caminando con parsimonia.
- Yastá ahí la momia loca. Mejor no le mires la cara, si se puede llamar asín. No es una criatura de Dios.
La figura emitió una serie de carcajadas que más bien parecían ladridos. El sonido de un engendro, un poblador de las pesadillas del anciano. Cuando desapareció por el otro extremo, el hombre abrió la boca para decir algo pero no encontró palabras porque éstas habían volado, y el viento fue el ángel que había irrumpido en la plaza. Era una chica que corría asustada, que se agarraba su vestido blanco, de novia, para no caer. Era mi amada. Sentí un odio intenso hacia el hombre que tenía a mi lado. Antes de que llegara reacción alguna a mis músculos, una galería de criaturas, todas ellas insultos a la razón, llegó aullando, gritando, riendo con estupidez, si es que podía relacionarse con algún sonido humano o animal aquella orquesta chirriante. Iban en pos de ella. No les fue difícil rodearla, e iniciaron algo que al parecer les divertía. Era una burla demoníaca. La empujaban, tiraban de su vestido, emitían su repertorio de sonidos. Ella lloraba y gritaba. Me levanté y entonces ella me vio.
- ¡Diles que paren!- le dije al viejo.
- Tranquilo hombre que no es de verdá ¿Es que conoces alguna chica asín como esa?
- ¡Sí! ¡Diles que la dejen en paz!
- Esa chica estará ahora bien dormía en su cama. Esa de ahí no es de verdá, es como otro bicho más, algo de tus sueños.
- ¡¿Pero no ves cómo está sufriendo?!
Corrí hacia aquel cúmulo de horrores. Mis piernas apenas eran un vago hormigueo bajo mi cintura. Un miedo ancestral y poderoso me empujaba hacia atrás y me frenaba, pero una fuerza de mucho más poder guiaba mis movimientos. Golpeé al ser que tenía más cerca, y emitió un sonido cuyo parecido más cercano en la naturaleza, y aún así lejano, podría haber sido el de un cerdo cuando es herido. Cegado por la furia y el pánico lancé mi pierna contra las enclenques extremidades de la cabeza andante, que cayó hacia atrás y golpeó el suelo con un sonoro “¡clonc!” acompañado de un gemido que hizo que me compadeciera unos instantes, pero que no me detuvo. Algunas criaturas se alejaron mirándome con furia, y no sabía si el resto me observaba porque no pude distinguir órganos visuales reconocibles en ellas. Me interné entre el círculo de gritos enloquecidos de las que quedaban y tomé la mano helada de aquella que una vez abandoné y que aún amaba, torturado por el arrepentimiento, pues la había perdido. Los seres me miraban con frustración y rabia. Me abrí paso entre dos de ellos y empezamos a correr. Se oyó un sonido de desgarro. Un trozo de la tela blanca del vestido se había quedado entre las garras deformes de algo que recordaba a un sapo, pero del tamaño de un perro grande. Se puso a gritar al tiempo que brincaba levantando su trofeo. Nos fuimos de allí, con el murmullo de una extraña jauría antinatural a nuestras espaldas, desvaneciéndose.
Detuve el coche a escasos kilómetros del pueblo y encendí la luz del interior. La miré. Un ángel en un coche, en el arcén de una carretera que llevaba hacia un mundo ignorado. Allí estaba aquella sonrisa cuya dulzura y belleza superaban a las formas puras de dulzura y belleza que existen en el mundo de las ideas del viejo Platón. La sonrisa que una vez pude besar. Acerqué mis labios y comprobé con dicha que no los rechazaba, sino que entrecerraba los suyos a la vez que sus ojos, mientras el rubor subía a sus mejillas. ¡Qué dulce fue aquel beso! ¡Qué felicidad suprema sentirla de nuevo en mis brazos! Cuando me separé y abrí los ojos, el sol ya había despertado y pasaba a través de ella. Su figura se desdibujaba, hasta que contemplé entre lágrimas cómo desaparecía por completo, sin tiempo para una despedida.
Di la vuelta hacia el mundo de los sueños. La amaría siempre.

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