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EL ABISMO

"La caja de galletas" por Pelotazoman

"La caja de galletas" por Pelotazoman

LA CAJA DE GALLETAS

Abrí los ojos en mitad de la oscuridad de la noche. Una acuciante sed había interrumpido mi profundo descanso.
Me hallaba en la casita a la que acudía cuando deseaba tomarme un tiempo de reposo. Dos cordilleras la arropaban, como los brazos de una madre protegiendo a su niña. Aquel valle era muy frío, pero la casa tenía unos muros de piedra gruesos y sólidos, y no permitían que el calor del hogar se fugase. Quizá fuera demasiado grande para una sola persona, pero su parsimoniosa quietud me hacía sentir bien.
Me dirigí a la cocina sin la ayuda de luz alguna. Mientras aún adormecido abría el grifo, vi una figura sentada en una silla, dándome la espalda. Mi corazón brincó hasta la boca, donde permaneció retumbando en mis oídos con estruendo. La tenue luminosidad nocturna que entraba por un ventanuco apenas me permitía la suficiente claridad para distinguir lo que se presentaba ante mis atormentados ojos. Cuando se acomodaron a las tinieblas descubrieron que se trataba de una anciana. Lentamente fue girando su huesuda cabeza, hasta que me encontré con su helada mirada de muerte. Las rodillas me flojearon y estuvieron a punto de doblarse.
–¿Qué haces aquí? –dije con voz temerosa.
La anciana se levantó con lentitud sin apartar su vista de mí. Una vez en pie agitó una caja que sostenía en una mano descarnada.
–¿Quieres galletas? –preguntó. Su voz era un balbuceo casi ininteligible.
Aquel inocente comentario debería haberme producido un cierto alivio, pero el sonido que emitía lo que había en el interior de la caja al chocar con las paredes de cartón, no lo producían unas dulces galletas. Lo que yo escuché era un ruido blando y húmedo que me anuló la razón. Entonces comenzó a caminar hacia mí moviendo con rapidez sus retorcidas piernas. Y yo, presa de un terror ancestral corrí a través de las sombras hacia mi habitación. Hacia mi cama. Con los pasos de la aparición aún resonando en la noche, me introduje entre mis sábanas y cerré los ojos. Y cuando los abrí todo había pasado, sólo había sido un mal sueño. Ningún sonido se oía en la casa. La luz del día se colaba a raudales por la ventana. Me puse en pie y me desperecé. Estaba aliviado porque aquella noche de terror hubiera llegado a su fin, y contento ante la perspectiva de un nuevo día, que se presentaba luminoso y radiante a pesar de las bajas temperaturas. La sonrisa que había comenzado a esbozar se congeló. Desafiando mi idea sobre las leyes que rigen el mundo, la caja de galletas descansaba sobre mi escritorio. Unas gotas de sangre se escapaban de ella y escurrían por la mesa. A mi espalda escuché la voz de la anciana.
–¿No te gustan? Cómelas, están ricas –terminó la frase con una rápida carcajada.
Grité. Lo único que deseaba era escapar. Corrí a la ventana y traté de abrirla, pero no cedió. La angustia no me dejaba apenas respirar ni pensar. Cogí el diccionario y lo arrojé contra el cristal, que se hizo añicos. Pero unos dedos largos y fríos me tomaron las manos y me obligaron a girarme. Y me desmayé.
Recuperé el conocimiento en el hospital. Junto a mí estaba mi hermano, que preocupado por la falta de noticias mías había acudido a la casa a comprobar si todo iba bien. Me había encontrado medio congelado en el suelo de mi dormitorio, junto a la ventana rota, con una expresión de horror en mi rostro. Cuando le conté el relato de lo sucedido palideció, pues me había creído, en parte porque era su hermano pero sobre todo porque al volver hacia su coche había visto a una anciana deforme y escuálida sentada al sol en una roca junto al camino. Al parecer, se complacía seccionándose pequeñas partes de su cuerpo con un cuchillo de gran tamaño. Mi hermano prefirió no detallarme aquella imagen de pesadilla.
Lo que había visto aquella mañana bajo la ventana antes de desmayarme fue espantoso. Tenía ante mí un rostro sonriente, pero su nariz la formaban sólo dos agujeros en su cráneo, y carecía de labios y de orejas. Le faltaba una gran porción de carne en una mejilla, de modo que podía entreverse el hueso del pómulo y parte de la mandíbula. De todas estas zonas manaba la sangre. También manaba de la caja. La caja de galletas.