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EL ABISMO

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"Sensaciones, S.A." por Pelotazoman

"Sensaciones, S.A." por Pelotazoman SENSACIONES, S.A.
En el aire seco de Villalegre resonaron cuatro campanadas. El pueblo estaba sumido en el letargo de las bochornosas tardes de verano. Había un grupo de ancianas alrededor de una mesa jugando una partida de cartas. Los pocos niños que no estaban durmiendo la siesta, daban patadas a un desgastado balón. En las escasas sombras se apiñaban algunos hombres que dormitaban a causa de la edad, la copiosa comida y el vino. Todo parecía verse a través de un gran cristal amarillo.
Una alegre melodía infantil comenzó a oírse a lo lejos, interrumpiendo el soñoliento silencio que reinaba. Su creciente intensidad obligó al pueblo a desperezarse. Se veían algunas caras asomadas a las ventanas. Los niños corrieron y saltaron, alborotados, ansiosos por descubrir el origen de aquella musiquilla.
–¡A lo mejor es un circo! –dijo uno.
–¡Qué dices! ¡Cómo va a venir un circo a un pueblucho como este!
–¡Mirad! ¡Es un camión! ¡Qué grande!
Un enorme trailer se detuvo en la calle más ancha del pueblo, dispersando en el ambiente sus graciosas notas musicales. Los chiquillos se arremolinaron alrededor, expectantes. También se acercaron algunas personas con expresión de adormecimiento. Las ancianas detuvieron su partida y miraron hacia el camión distraídamente. En un lateral del plateado remolque había un letrero:

SENSACIONES, S. A.
Venta de emociones y sentimientos

Mientras la música de feria continuaba, una voz empezó a oírse a través de los megáfonos del camión.
–¡Acérquense y compren ahora un sentimiento! ¡Vendemos diversión para los niños, alegría para los melancólicos, esperanza, pasión, ilusión,...! ¡Vengan y observen nuestra mercancía!
El conductor y su acompañante bajaron de la cabina. Llevaban un par de brillantes trajes blancos, y corbatas de llamativos colores. Desplegaron entre los dos una gran mesa alargada y enseguida la llenaron de extraños objetos que sacaban del interior del remolque.
Una señora de mediana edad curioseaba a cierta distancia.
–¡Acérquese sin miedo, señora! –dijo uno de los vendedores, con una amplia sonrisa–. No crea que son pócimas ni artículos mágicos o de brujería. Son sentimientos auténticos, en estado puro.
–¿Cómo dice? –preguntó la señora, dando un paso hacia el tenderete.
–Verá, habrá oído decir que las emociones no se pueden ver ni tocar, puesto que no son algo físico –ahora se dirigió a toda la multitud que se había ido congregando-. Pero nosotros hemos descubierto que esto no es así. El amor que sienten dos amantes es algo tan tangible como esa casa, el problema es que sus partículas son extremadamente volátiles. Y hemos hallado un método para juntarlas en un reducido espacio, de forma que pueda apreciarse la verdadera apariencia del amor.
Su compañero levantó un pequeño frasco por encima de su cabeza, sujetándolo entre el índice y el pulgar. Se oyeron algunos suspiros de asombro, sobre todo entre los más jóvenes. También algunos comentarios como: "¡Nos han tomado por tontos!". En el interior del tubito de cristal flotaba una bruma rosada.
–A quien aspire el contenido le invadirá un sensación real de amor, insisto, absolutamente real, pues recuerden que no es un elixir para enamorar, sino que es amor en sí mismo.
Y uno tras otro fue mostrando el resto de artículos. La esperanza era un líquido verde y burbujeante. La pasión, pastillas rojas como fresas. La diversión, cilindros con múltiples colores formando espirales a su alrededor. La amistad, una sustancia cremosa del color del mar. Unos se aspiraban, otros se comían, otros habían de beberse. El público, que a esas alturas lo componían casi todos los habitantes de Villalegre, se interesaba cada vez más.
La señora de mediana edad, la que se había acercado en primer lugar, susurró algo al oído de uno de los vendedores, con un ligero rubor en las mejillas.
–Claro que sí, que no le quepa ninguna duda –le contestó él, sonriente-. Con esto quedará solucionado el problema, ya verá. Acepte una muestra de regalo. Pruébela, y si le satisface vuelva a por más.
Introdujo dos de las píldoras rojas en una bolsa y se la entregó a la mujer, que se marchó avergonzada.
Ya sin el recelo inicial, algunas personas más se fueron interesando, y observaron con mayor detenimiento lo que les ofrecían.
–¡Lleven alegría a sus corazones! ¡Compren un frasco de felicidad!
Al caer la tarde la mesa alargada que hacía las veces de mostrador quedó casi vacía. Volaron la ilusión, la ambición, el amor… Y voló el dinero. Las casas de Villalegre se llenaron de tarros multicolores y de extrañas sustancias.
Con el amanecer del nuevo día fueron apareciendo las sonrisas. Sonrisas en las ventanas, felicidad en las calles, carcajadas contenidas en la iglesia. Allí donde se mirase había gente ilusionada, plena de felicidad. Y el camión aún seguía allí. Expuso una nueva remesa y emitió sus acordes infantiles. De nuevo la primera en llegar, esta vez sonriente y decidida, fue la señora que se había llevado la muestra gratuita de pasión. Y compró una bolsa llena de aquellas pastillas. La mercancía se agotó en pocos minutos, y los vendedores dieron por concluida su jornada.
Esa noche un hombre despertó a los vendedores, que descansaban en su camión.
–Si han descubierto cómo sintetizar sentimientos, estoy seguro de que no sólo han logrado obtener amor, pasión e ilusión…
La mirada fiera del hombre les hizo comprender enseguida, pues no era la primera vez que se veían en esa situación.
–Acompáñenos. Pero le advierto que los precios son mucho más elevados.
Pasaron los tres al interior del remolque. El hombre se fijó en un rincón y se le iluminó la mirada. Levantó el labio superior, enseñando los dientes. A la luz de la linterna que sujetaba uno de los vendedores podía verse una nueva gama de productos, colocados ordenadamente en varias estanterías. Estaban marcados con letreros. Terror, venganza, ira, celos, locura… Él compró un cuenco de tristeza, la cual era un caldo oscuro en el que nada se reflejaba y que despedía un olor agrio, como el de la muerte. Más tarde lo mezclaría con el vino de su hermano, pues no le agradaba que hubiera brotado en éste la alegría.
Pronto se difuníó el rumor acerca de los nuevos productos. Se agotaron antes de que el rumor se convirtiera en noticia. Aun antes de que el sol apareciera de nuevo sobre Villalegre.
El camión partió y regresó de nuevo cargado de sensaciones. Cada día había menos gente en las calles y aumentaba el número de peleas entre vecinos y de rostros disgustados. Y la venta de emociones también crecía. La pastilla amarillenta que eran los celos tuvo mucho éxito entre los amantes jóvenes. Las esferas negras del terror llevaron muchas pesadillas insoportables a los lechos.
Algunos decidieron suicidarse. No habían bebido el líquido anaranjado de la locura ni habían probado la desesperanza. Su error fue aspirar los rosados efluvios del amor sin dejar la mitad a una compañera. Eran enamorados que guardaban en su corazón el amor de dos amantes sin nombre.

"Mundo ignorado" por Pelotazoman

"Mundo ignorado" por Pelotazoman MUNDO IGNORADO

Cuando comprendí que el sueño no llegaba abrí los ojos y miré a través de mi ventana, hacia una helada noche de febrero. Todo estaba en calma. Tan sólo un farol con algunas polillas revoloteando a su alrededor con ansias de luz, una pila de leña frente a un garaje, y el resto de las viviendas de mi calle, oscuras y ominosas, que no daban señales de vida en su interior. Qué sentimiento de terrible paz y atroz desolación transmiten los pequeños pueblos de montaña las noches de invierno. Pudiera decirse que en ellos no habita nadie, que son un espejismo. Sentí el impulso de salir, de abandonar el calor de mis mantas y sumergirme en aquel mundo de tristeza. En aquel mundo que no pertenecía al nuestro, que había olvidado que las manos del hombre lo habían construido siglos atrás, que en su inanimada indiferencia parecía respirar. Era un mundo de piedra. Los muros de las casas, el suelo de las calles, la viejísima iglesia, todo de piedra.
Noté una confortable excitación en mi pecho, allí afuera me convertiría en el único espectador de la abrumadora soledad y del silencio de aquello que está congelado en el tiempo. Bajé las escaleras mientras me abrigaba, y al abrir la puerta, un frío glacial me recibió acariciando mi rostro y mis manos desnudas. Qué sobrecogedor silencio, qué inconcebible ausencia de sonidos, sólo el viento me estimulaba, diciéndome que ni dormía, ni había muerto y había llegado al mundo que está más allá de la vida. Inicié mi marcha, mi vagabundeo por las calles, recreándome en el ambiente, fascinándome. A mi derecha, una fría pared con ventanas ciegas que ocultaban quizá un amargo interior largo tiempo deshabitado. A mi izquierda una estrecha calle, que subía. Allí otro montón de leña, que no había menguado durante el invierno, apenas iluminado por el único farol de la calle. Allá un olvidado banco, también de piedra, en el que nunca se sentaba nadie. En lo alto, un cielo sin luna.
Caminé sin rumbo, a través de un mundo ignorado, en penumbra. Cuando me hallaba en una calle estrecha, como casi todas, pero más iluminada, escuché el primer sonido desde que había salido. Era el breve aleteo seco que producía la hoja de un libro al pasarse contra el viento. Al dar unos pasos más descubrí sentado en el borde de un desnivel a alguien que leía, encorvado y muy quieto, bajo la tenue luz de un farol. Era de muy escasa estatura, casi parecía un niño. Cuando levantó la vista para contemplarme, pude ver su cara. Era delgada, alargada con exageración, de ojos minúsculos y orejas grandes y picudas cuyos extremos caían ligeramente por su propio peso. ¿Qué demonios era eso? Me pareció una anormalidad, una aberración que no encajaba en aquel mundo de paz sepulcral, algo que no debería estar ahí, sentado y mirándome con sus ojillos vacíos antes fijos en el libro. Sin mover más que los labios, el ser emitió un sonido corto y ascendente, como si fuera un extraño pájaro: ¡uuuik! El silencio ancestral de las calles interrumpido por un inconcebible sonido, fue como escuchar una nota discordante en una bella melodía. El hombre-duende parecía esperar algo, mi reacción quizá. Me giré y volví sobre mis pasos, temblando por el frío y por la negativa de mi mente a aceptar lo que había quedado a mi espalda.
El miedo y el cansancio me acosaban, y emprendí el camino de vuelta a mi casa, vigilando con regularidad sobre mi hombro, tomando precauciones ante lo desconocido y lo imposible. Y así recorrí de nuevo calle tras calle, y cuando estaba frente a la panadería, apagada –negra- y vacía, me llegó un lejano “¡uuuuuik!” que retumbó fugazmente en los muros de mi alrededor. Un extraño pájaro apelando en las tinieblas Dios sabe a qué. Al silencio. Al mundo del que procede. A mí. Mientras el horrible grito rechinaba aún en mis oídos, algo se cruzó frente a mí y enseguida desapareció. Aquello escapaba a la razón, era una cabeza enorme que caminaba sobre dos piernas desnudas, largas y raquíticas. Eché a correr con el corazón latiendo violentamente en el pecho. Me costaba esfuerzo pensar. En un banco de la plaza vi a un anciano, era un vecino del pueblo. Me dirigí a él, sofocado.
- Oiga… ¿Ha visto eso? ¡Hay… cosas raras por las calles!
- ¿Cosas raras?
- Sí… Monstruos… He visto por allí una cabeza que andaba sobre dos patas… Y antes, un, un… ¡Créame, que le estoy diciendo la verdad!
El viejo me miraba con fingida seriedad, casi sonriendo.
- Anda, acuéstate, nostás mu lúcido.
- Venga, acompáñeme, ya verá que no le miento. Estaba ahí, muy cerca.
- Ya no tengo el cuerpo pa caminar, vete pa casa que es mu tarde.
- ¡Mira! ¡Ahí! ¡Mira!
Le señalé el otro extremo de la plaza. Allí estaba el hombre-pájaro, con su libro agarrado por una de las tapas, colgando inerte, como si fuera un trapo o un conejo muerto. Me pregunté si aquel ser podría leer, si el libro que llevaba como un rastrojo tendría algún contenido cabal o si estaría escrito en la lengua de los duendes-que-gritan-como-pájaros-del-inframundo. Sentí un escalofrío al pensar que me pudiera haber venido siguiendo, rastreándome, y que quizá de no haberme detenido me habría seguido hasta mi casa, a través de un mundo de piedra, sin luna, para poder despertarme con un interminable ¡uuuuuik!
- ¿Por qué te da mieo?
- ¿Pero es que no se ha fijado? Eso… no es normal. Y hace ruidos como de pájaro. ¡Y me ha venido siguiendo!
El viejo miró al ser, pensativo.
- M’hacen compañía- dijo.
- ¡¿Qué?! ¿El qué, esas cosas? Pero no puede ser si ayer ni si quiera estaban, ¿de dónde han salido? Las… ¿conoces?
Se rió. Mientras, el duende abandonaba la plaza.
- Son cosas que he soñao. Como no duermo mu bien, a veces por la noche me siento solo. Tonces yo sólo dejo quesas cosas salgan de aquí- se dio dos golpecitos con el dedo en la frente- y que vayan por ahí por las calles o q’hagan lo que las de la gana, ¿me entiendes? Y yo me siento aquí , y m’hacen compañía en este pueblo de mierda. Las veo, las oigo, y m’hace gracia verlas por ahí, aunque algunas son mu feas.
- ¿Pero cómo puedes hacer que salgan de tu mente?
- Pus yo qué sé, una noche que no podía dormir salí al fresco y vi uno desos bichos ahí mismo, y al principio tuve mucho mieo. Luego macordé q’había soñao con eso alguna vez y ya pensé que m’había vuelto loco porque yo sabía que nostaba soñando. Y como no m’hacía ná pos macostumbré, y además ya nostaba solo, ¿me entiendes?- asentí- Y ná, ahora si no pueo dormir pos pienso en ellos y ahí salen. Yo no lontiendo, pero es asín, y ya nostoy solo.
- Pero… ¿nunca te han hecho nada?
- Que va, son mu mansas. El bicho ese q’ha pasao es como un chucho, si se pone tonto, se le asusta un poco y yastá. Las otras son más cabronas pero no masustan ná de ná. Estar solo tol invierno en este agujero sí que masusta- no supe si con lo de agujero se refería al pueblo o a su casa, quizá a las dos cosas.
- ¿Cómo que si se pone tonto? ¿Y a qué te refieres con que las demás son más cabronas?
- Que ná, que tu tranquilo que no te va a pasar ná, y estando aquí conmigo menos toavía.
- ¿Es que si no estuviera contigo me podría pasar algo? Es que yo lo que quiero es llegar a mi coche y largarme de aquí.
- Pos esas cosas van a estar por ahí hasta q’amanezca, pero pues ir tranquilo que no te van a hacer ná.
Permanecí sentado, mirando la plaza medio a oscuras, asustado.
- ¿Quiés que salgan también los tuyos?- dijo, mirándome a los ojos y con una mano en mi hombro- ¿Eh? ¿Quiés q’hagamos que salgan?
La enorme sensación de irrealidad que sentía me evitaba tomar una clara conciencia de aquella imposible situación en la que un viejo paleto del pueblo me hablaba de soledad y de extraños seres pesadillescos, y que ahora me invitaba a sumarme a aquella orgía de cosas impensables, habitantes del inconsciente.
- Sí, pero no sé cómo hacer para…
- Vamos, no sé si podrá tol mundo pero pa mí es mu fácil. Cierra los ojos- le miré brevemente antes de cerrarlos, desconfiando de sus intenciones -. Mira, luego hago asín- me colocó mi mano sobre mis párpados -, y ná más, ahora piensa en lo que sueñes tú, lo que te venga a la cabeza por las noches si es que hay algo, pero no pienses en ná más.
Así estuve algún tiempo, hasta que empecé a pensar que se estaba riendo de mí. Entonces el anciano volvió a intervenir.
- Piensa que lo que sea que tengas ahí metío va a aparecer por ahí como lo más normal del mundo.
Yo me había concentrado al máximo. Sentía una curiosidad obscena, deseaba ver qué salía de los sótanos de mi mente. Y lo que saliera habría sido creado por mí aunque no por voluntad propia, sino reformado por la maquinaria de la parte oculta de mi conciencia, la más profunda. Me había contagiado de los deseos de sentirme en compañía de lo irracional, de aquello que no debería estar allí ni existir y que sin embargo pululaba a través de las calles vacías, del invierno silencioso entre casas abandonadas, ignorando que aquel mundo había sido concebido para el ser humano.
- Si algo ha salío tendría q’haber salío ya.
Retiré mi mano y observé el silencio de la plaza. Ninguno dijo nada durante largo rato. Su cara parecía decir: “Este chico no ha podío. Mejor será que se vaya a su coche y se largue, y se olvide de to esto”. Se escuchó el sonido deslizante de unos pies que se arrastraban, cada vez más cerca. Por nuestra derecha, apareció una figura encorvada, cubierta de negro, caminando con parsimonia.
- Yastá ahí la momia loca. Mejor no le mires la cara, si se puede llamar asín. No es una criatura de Dios.
La figura emitió una serie de carcajadas que más bien parecían ladridos. El sonido de un engendro, un poblador de las pesadillas del anciano. Cuando desapareció por el otro extremo, el hombre abrió la boca para decir algo pero no encontró palabras porque éstas habían volado, y el viento fue el ángel que había irrumpido en la plaza. Era una chica que corría asustada, que se agarraba su vestido blanco, de novia, para no caer. Era mi amada. Sentí un odio intenso hacia el hombre que tenía a mi lado. Antes de que llegara reacción alguna a mis músculos, una galería de criaturas, todas ellas insultos a la razón, llegó aullando, gritando, riendo con estupidez, si es que podía relacionarse con algún sonido humano o animal aquella orquesta chirriante. Iban en pos de ella. No les fue difícil rodearla, e iniciaron algo que al parecer les divertía. Era una burla demoníaca. La empujaban, tiraban de su vestido, emitían su repertorio de sonidos. Ella lloraba y gritaba. Me levanté y entonces ella me vio.
- ¡Diles que paren!- le dije al viejo.
- Tranquilo hombre que no es de verdá ¿Es que conoces alguna chica asín como esa?
- ¡Sí! ¡Diles que la dejen en paz!
- Esa chica estará ahora bien dormía en su cama. Esa de ahí no es de verdá, es como otro bicho más, algo de tus sueños.
- ¡¿Pero no ves cómo está sufriendo?!
Corrí hacia aquel cúmulo de horrores. Mis piernas apenas eran un vago hormigueo bajo mi cintura. Un miedo ancestral y poderoso me empujaba hacia atrás y me frenaba, pero una fuerza de mucho más poder guiaba mis movimientos. Golpeé al ser que tenía más cerca, y emitió un sonido cuyo parecido más cercano en la naturaleza, y aún así lejano, podría haber sido el de un cerdo cuando es herido. Cegado por la furia y el pánico lancé mi pierna contra las enclenques extremidades de la cabeza andante, que cayó hacia atrás y golpeó el suelo con un sonoro “¡clonc!” acompañado de un gemido que hizo que me compadeciera unos instantes, pero que no me detuvo. Algunas criaturas se alejaron mirándome con furia, y no sabía si el resto me observaba porque no pude distinguir órganos visuales reconocibles en ellas. Me interné entre el círculo de gritos enloquecidos de las que quedaban y tomé la mano helada de aquella que una vez abandoné y que aún amaba, torturado por el arrepentimiento, pues la había perdido. Los seres me miraban con frustración y rabia. Me abrí paso entre dos de ellos y empezamos a correr. Se oyó un sonido de desgarro. Un trozo de la tela blanca del vestido se había quedado entre las garras deformes de algo que recordaba a un sapo, pero del tamaño de un perro grande. Se puso a gritar al tiempo que brincaba levantando su trofeo. Nos fuimos de allí, con el murmullo de una extraña jauría antinatural a nuestras espaldas, desvaneciéndose.
Detuve el coche a escasos kilómetros del pueblo y encendí la luz del interior. La miré. Un ángel en un coche, en el arcén de una carretera que llevaba hacia un mundo ignorado. Allí estaba aquella sonrisa cuya dulzura y belleza superaban a las formas puras de dulzura y belleza que existen en el mundo de las ideas del viejo Platón. La sonrisa que una vez pude besar. Acerqué mis labios y comprobé con dicha que no los rechazaba, sino que entrecerraba los suyos a la vez que sus ojos, mientras el rubor subía a sus mejillas. ¡Qué dulce fue aquel beso! ¡Qué felicidad suprema sentirla de nuevo en mis brazos! Cuando me separé y abrí los ojos, el sol ya había despertado y pasaba a través de ella. Su figura se desdibujaba, hasta que contemplé entre lágrimas cómo desaparecía por completo, sin tiempo para una despedida.
Di la vuelta hacia el mundo de los sueños. La amaría siempre.

"La criatura que surgió del río" por Pelotazoman

"La criatura que surgió del río" por Pelotazoman LA CRIATURA QUE SURGIÓ DEL RÍO

Lo que voy a narrarles a continuación supuso el final de los días más dichosos de mi existencia. No creo que vaya a serles de provecho intelectual, ni pretendo alimentar mi vanidad dando a conocer la extraordinaria desgracia que me aconteció. Tan sólo quiero dejar constancia de que hechos tan inexplicables como éste suceden a veces. Es mi deseo que todas aquellas personas que hundidas en la desesperanza aún estén tratando de encontrar justificaciones lógicas en lo más hondo de su mente a sucesos injustos por su misma imposibilidad racional, tengan conocimiento de mi triste anécdota, que si bien no espero que vaya a suponer un gran consuelo para ellas, quizá al menos les pueda conceder cierto alivio el saber que no se encuentran solas en tal situación. También quiero comunicarles que, a mi parecer, tales acontecimientos son en sí mismos una divinidad que no tiene en cuenta el criterio de los hombres para presentarse en sus vidas, y que se pasea por ellas como una rana en una charca, la cual entra y sale de ella a placer, pero siempre observándola, aún desde la orilla. Por lo tanto no creo que tenga sentido torturarse con profundas reflexiones acerca de tales eventualidades inconcebibles.
Estaba enamorado de esa chica como jamás lo estuve de ninguna otra. Con la naturalidad con la que dos niños se cogen de la mano al ir de camino a la escuela, así a los pocos minutos de habernos conocido habíamos entrelazado nuestras manos al caminar, sin necesidad de palabras ni de una mirada cruzada. He de pedirles que consideren este inocente acto como heraldo de nuestro amor, ya que profundizar demasiado en mis recuerdos me causaría la dolorosa mordedura de aquel pasado que nunca volverá.
Nuestros besos, abrazos y caricias atraían poderosamente la atención. Y no porque hiciéramos gala de una desbordante pasión o lujuria en público, sino porque al observarnos, la gente comprendía que el amor en estado puro existía. Algunos adultos se desengañaban al comprender que el amor no era sólo un sueño de juventud, pues al mirarnos veían su presencia indiscutible. Entonces apartaban la mirada. El amor nos controlaba a nosotros y no a la inversa. No creo que fuera sangre lo que recorría mis entrañas. Era pura felicidad. Sabía que la tenía a ella, y con eso bastaba.
Un soleado día de septiembre me hallaba tendido sobre la orilla de un río. Dejaba libertad a mi mente para recrearse en el pensamiento de mi amada. Me sentía muy dichoso. Oí un sonido procedente del agua parecido a un burbujeo, y transcurrido algún tiempo volvió a escucharse con más intensidad. Me incorporé sobre mis codos para comprobar qué podría haberlo provocado. Algo de un color rojizo ascendió lentamente hacia la superficie hasta que asomó la parte superior de lo que parecía ser alguna especie de exótica criatura fluvial semejante a un cangrejo pero de un tamaño mucho mayor. Avanzó hacia la orilla en la que me encontraba, ayudándose de sus larguiruchas extremidades. Sus movimientos tenían un tinte siniestro que me estremeció. Abandonó cansinamente el agua permitiéndome contemplar su horrendo aspecto. ¡Dios mío! ¿Qué era aquello? Aquel horror no podía haber sido creado por la Mano divina. Tenía patas de arácnido, mucho más largas de lo que me habían parecido en un principio, cuyos extremos eran afiladas garras ganchudas, sobre las que caminaba. Su viscoso y reluciente abdomen palpitaba con velocidad. La cabeza no podría haberse denominado como tal. Del extremo frontal del tórax brotaba un asqueroso tubérculo informe con varios ojos como cristales negros. Este apéndice contaba con una abertura jadeante que dejaba vislumbrar una dentadura irregular. Al observar aquellos dientes estuve al borde del desmayo.Cada uno de ellos era como un largo cuchillo babeante, y su aleatoria colocación les daba en conjunto un aspecto aún más aterrador.
Mis músculos estaban paralizados por el terror mientras veía acercarse a aquel espanto bamboleante. Se detuvo frente a mí, dirigiéndome una mirada cargada de odio. Traté de levantarme para echar a correr, pero la criatura me derribó con portentosa fuerza, y sus blancuzcas garras me inmovilizaron. Traté de zafarme en un último y desesperado esfuerzo por escapar, pero fue inútil. Entonces estalló una oleada de intenso dolor en la parte posterior de mi cabeza, y mi conciencia me abandonó dejando tras de sí un fugaz pensamiento sobre cuchillos afilados.
Al abrir los ojos comprendí que mi terrible experiencia con la deforme monstruosidad tan sólo había existido en las profundidades más oscuras de mi mente, pues al palpar mi cráneo no encontré herida alguna ni sentí dolor. Aún adormecido tras mi larga siesta, me puse en pie para emprender el camino de regreso al pueblo. En el límite de mi campo visual había algo que se escapaba a la lógica, y mi razón se negaba a aceptarlo, así que empecé a caminar. Pero al cabo de algunos pasos, decidí demostrarme la imposibilidad de que detrás de mí hubiera lo que había creído vislumbrar. Me giré y el escalofrío que recorrió mi cuerpo estuvo a punto de hacerme caer. Una sinuosa franja viscosa y brillante , con dos series de pequeños agujeros flanqueándola, recorría la línea recta entre el agua y el lugar donde yo había estado.
Corrí hacia mi casa, repitiéndome que aquello era imposible. Sobrecogido por el terror, traté de desviar mis pensamientos hacia algún asunto trivial, obligándome a creer que aquellas marcas nunca habían estado allí. Mi razón las rechazaba imperiosamente para salvar mi cordura.
Aun tratando de pensar lo menos posible en lo sucedido por la tarde, esa noche necesité varias horas para que me invadiera el sueño, que resultó ser agitado y ominoso.
Mi primer pensamiento al despertar fue para mi amada. Todas las mañanas era para ella. La evocaba y me ilusionaba con las apremiantes ganas de volver a su lado, para poder contemplar su dulce sonrisa, recibir sus caricias, o reírme toda una tarde con sus ocurrencias. Pero aquella vez fue distinta. Aún me parece algo imposible, pero podría asegurar que en el transcurso de una noche había dejado de amarla. Aparté ese pensamiento, evitando dejarle que se alimentase y creciera, y con la esperanza de que si actuaba como si no hubiera existido ni por un instante en mi mente, nunca volviera a aparecer. Pero una voz en mi subconsciente sabía que todo había cambiado, y me lo repetía sin tregua a pesar de mi tenaz resistencia a resignarme. No podía creerlo, y lloré. Al imaginar la expresión que se dibujaría en su inocente rostro cuando la destrozara el corazón, se reanimaba el torrente de lágrimas. Y lo más extraño y confuso era que yo deseaba amarla.
La próxima vez que nos vimos nos besamos, y mi beso, aunque amargo, fue sincero. La miré con ojos llorosos. Ella había empezado a hablarme pero enmudeció. Al observarme pareció comprender que quizá el paraíso había empezado a tambalearse. Palideció, y asustada por la respuesta que podría obtener me preguntó:
- ¿Qué te pasa?- la angustiosa voz que empleó me produjo el dolor de cien clavos ardientes hundiéndose en mi cuerpo.
- Lo siento mucho mi amor- dije a duras penas entre sollozos.
Cuando ella comenzó a llorar rogué a Dios que pusiera fin a mi vida. Después de descargar su cálido llanto en mi cuello durante unos segundos infernales, me pidió alguna razón que explicase el súbito cambio de mis sentimientos. Y no fui capaz de concederle ninguna. En sus ojos no vi un sólo atisbo de odio, tan sólo una profunda tristeza. Entonces aquella maravillosa chica secó tiernamente mis lágrimas con sus manos. Tras la despedida más dolorosa de mi vida, di media vuelta, sintiendo que una parte de mi alma se quedaba atrás pero sin entender por qué no volvía a recuperarla.
Mientras el tiempo se escapaba entre mis dedos yo seguía sin concebir por qué no podía amarla a pesar de desearlo con todo mi ser. Y un día tras otro ella me aguardaba. Un día tras otro rechazaba a sus pretendientes, con la esperanza de que yo pudiera cambiar de parecer. Y yo no hacía más que sufrir, anhelando decirle que volviera a mi lado mientras que algo en mi interior lo impedía, algo oscuro e indescifrable, algo que me había obligado a poner fin a los días más felices de mi vida.
Cuando el cuarto mes tras el fatídico día tocó a su fin, ella me comunicó que no pretendía esperar más. Se me llenó la garganta de pura angustia, de tal modo que no pude responder. Era como en esos sueños en los que si pronuncias unas palabras puedes conseguir tu mayor deseo, pero tan sólo puedes mover los labios, imposibilitado de articular sonido alguno, mientras se escapa la mejor oportunidad de tu vida. Y tras escucharme llorar por última vez y decirme unas breves palabras de consuelo, dio media vuelta y se marchó, como había hecho yo cuatro meses atrás. Estuve unos instantes mirando cómo se alejaba. Y de la mano de la impotencia llegó la rabia. La rabia más atroz que jamás se despertara en hombre alguno.
Unas semanas más tarde tuve un extraño sueño. En él notaba cómo algo se abría paso a través de mi mente, intentando salir. Sentía como si una pesadísima carga estuviera abandonando mi espíritu. Algo caía al suelo desde mi cabeza pero antes de que pudiera llegar a verlo desperté. Junto a mi escritorio estaba la horrenda criatura que había surgido del río. Grité con toda la fuerza que me permitieron mis pulmones. El ser me observaba con una siniestra expresión de burlona satisfacción. Ha cumplido su cometido, y lo sabe, pensé. Por fin había comprendido, era aquella pesadilla reptante la que desde lo más hondo de mi mente había alterado mis sentimientos, y ahora que había salido, mi corazón volvía a arder al recordar a mi amada. Era ella lo que de este mundo yo más deseaba. Pero ya era tarde para rectificar, pues sabía que ella había encontrado a otro con quien compartir sus días. El miedo inicial dio paso a una furia desbordada. Me levanté dispuesto a golpear a la criatura hasta poner fin a su existencia. No había sospechado que aquella cosa repugnante pudiera moverse con tanta agilidad como para esquivar todos mis golpes. Se apartaba mediante pequeños brincos y cuando caía se escuchaba un desagrdable sonido, como un chapoteo. Las fuerzas me fueron abandonando y desistí en mi empeño, agotado. La cosa innombrable me miraba inmóvil, y parecía disfrutar de la situación. Sin que la criatura tratase de impedírmelo salí de la habitación y bloqueé la puerta con una silla.
Decidí ir a pasear para tratar de pensar con claridad cómo debía proceder a continuación. Y llegando al lindero de un bosque cercano concluí que lo mejor sería avisar a la policía. Me asaltó de nuevo el dolor por el recuerdo de mi amada y la angustia de saber que yo mismo había desencadenado el final de nuestro hermoso romance. Y al tiempo que aparecía este pensamiento, se fue revelando entre los árboles una silueta. Era mi espantoso enemigo, que me miraba con regocijo, como si fuera consciente de mi aflicción. Tras unos instantes, tomó la dirección que llevaba hacia el río, moviéndose con ligereza.
- ¡No te vayas!- le grité- ¡Termina con tu sucio trabajo y mátame de una vez!
Pero no se detuvo. Continuó arrastrando su hinchado cuerpo hacia el agua, que centelleaba con la esplendorosa luz de la mañana. Al alcanzarla, nadó hasta el centro de la corriente y se sumergió, y nunca la volví a ver. Aunque a menudo me atormenta durante el sueño, y cuando rememoro con desconsuelo el pasado, aún creo verla acechándome impasible, con ojos complacidos.
Ha destrozado mi vida y consumido mi cordura. Pero hay algo que nunca será capaz de destruir, ni aunque regresara del infierno con un regimiento de demonios. Una palabra grabada en mi corazón. Ángela.

"Sólo la puerta" por Pelotazoman

"Sólo la puerta" por Pelotazoman SÓLO LA PUERTA

Sólo la puerta. La puerta, nada más.
No sé el tiempo que llevo aquí. Todos mis recuerdos anteriores se han esfumado. Lo único que parece comprender mi desquiciada mente es que Ella está siempre ahí, inmóvil. Y siempre observándome. Siempre vigilando mis pensamientos. Siempre pendiente.
He llegado a conocer muy bien a La Anciana, que es como yo llamo a la puerta. En todo este tiempo la he bautizado con otros muchos nombres. A veces es La Que Mira o La Guardiana. Cuando mi mente se ve invadida por la locura y siento que el respeto hacia Ella me abandona(no todo, Anciana, todo no), entonces se convierte en El Viejo Trozo de Madera, La Charlatana o La Cotilla. Pero en realidad siempre es La Anciana. Ella ha estado observando esta oscura habitación desde mucho antes de que yo la ocupara, y seguirá haciéndolo cuando llegue mi hora. No soy más que un intruso, lo sé por cómo me mira. Y aun en los momentos en que la oscuridad es casi absoluta, sé que Ella me sigue acechando sin descanso.
A menudo hago especulaciones sobre lo que pudiera haber al otro lado. Quizá grandes riquezas, pienso a veces. Puede que un millar de maravillas agradables a mi aletargada vista. Aunque es posible que tan sólo me aguarde un abismo negro como la Anciana, o cientos de Ancianas más dispuestas a sonreír ante mi horrendo descubrimiento. El miedo a lo que pudiera encontrar siempre me ha disuadido de hacer la comprobación más importante y a la vez más simple de mi vida. Hubiera bastado con un breve empujón para revelar al fin qué esconde con tanto celo La Guardiana.
Pues bien, escribo estas líneas porque hoy me he armado de valor y pienso hacerlo. Voy a traspasar el umbral.
Mientras pensaba sobre esto la sentía en todo momento hurgando en mi mente, tratando de averiguar mis propósitos. Ahora sé que ya los conoce, porque desde que me he decidido a revelarme, siento que su odio y su furia hacia mí han crecido notablemente.
La puerta piensa que yo soy un loco, un desviado. Al principio llegué a pensar que incluso me temía por lo que pudiera hacerla. Pero obviamente eso no es posible. La Anciana se regocija con mi lento sufrir, y disfruta provocándome más angustia aún.
Cuando todo comenzó recuerdo que tan sólo sentía una rotunda sensación de soledad. Y a veces pensaba... recordaba... ¡no me cabe duda de que en aquellos primeros días pensaba en cosas no relacionadas con la puerta!(Qué extraña sensación, ¿es posible que al escribir estas postreras líneas mi memoria haya despertado de su letargo? ¿Quizá sea la posible inminencia de mi muerte la causa de que tan olvidados recuerdos desfilen ante mí?) Sí... en mi vida había algo más... pero una presencia terrible me impedía visualizarlo con claridad(Cotilleando, hurgando, buscando). Entonces alcé la vista por primera vez. Y allí la vi, impasible, imponente. Yo estaba arrodillado ante Ella absolutamente desorientado. La escena debió de recordar a una triste oveja a punto de ser sacrificada. “¡Déjame en paz!”- había gritado yo, desesperado por no poder concentrarme en lo que era mi vida(La Charlatana me intenta impedir que recuerde aquello. Me grita). Aún no sabía que La Anciana era capaz de hablar. Para entonces iba a empezar a sentir un hambre y una sed tan terribles que llegué a pensar que este sitio era el mismo infierno. También me restaba descubrir que la puerta podía pronunciar torturadores monólogos que se alargaban durante lo que a mí me parecían siglos. En muchas ocasiones sus palabras no me dejaban conciliar el sueño. Creo que a veces durante semanas completas. Su temática favorita era una grotesca transformación de mi pasado, un pasado que llegué a creer que jamás existió. Me contaba cosas que mi atormentada mente se negaba a aceptar. No se cansó de recordarme, siempre con su voz chirriante y sepulcral: “Clara te ha olvidado, ni siquiera llegó a quererte alguna vez”(¡Clara!). Un día me propuse dibujar un retrato de aquella chica. Puse todo mi empeño en ello. Comencé dibujando el contorno de su dulce rostro(¡en verdad era dulce!). Después me esforcé por plasmar con la mayor perfección posible sus bellas facciones. Le dediqué a ello casi un día entero. Cuando por fin terminé mi obra la levanté orgulloso y feliz. Entonces comprendí horrorizado que algo no había salido como esperaba. Contemplé la hoja que sujetaba mi mano temblorosa y observé lo que yo mismo había dibujado. El rostro agrietado y desencajado de un cadáver femenino me observaba desde el papel con sus cuencas vacías. Arrugué mi macabro boceto y lo arrojé con desprecio contra la puerta. Tras rebotar contra ella, rodó por el suelo hasta detenerse en un rincón, donde aún sigue, desafiante. Lo que más me molestó a continuación fue el silencio de la puerta. En realidad creo que fue la única vez que deseé que me dijera algo, por terrible que fuera. Cualquier cosa menos tener que soportar su acusador silencio. Su revelador silencio. Me negué a aceptar lo que la puerta intentaba hacerme comprender. “¡No! ¡Me estás mintiendo maldita! ¡No es verdad!”- grité en vano, esperando una respuesta que no llegaba. Llegué a sentir el irrefrenable deseo de romper mi cráneo contra el muro y terminar de una vez con aquella pesadilla. Y así, un día tras otro la puerta me asaltaba con nuevas y aterradoras revelaciones. Y yo lloraba, tanto que mi mente se vio obligada a suprimir el dulce recuerdo de mi pasado para poder escapar de las garras de la más absoluta locura.
Pues bien, como ya dije, ahora estoy preparado para dar el paso. Para enfrentarme al fin con el destino que tanto tiempo he postergado(¡sus chillidos se hacen insoportables!). En cuanto descubra su secreto haré lo posible por desvelarlo en estas anotaciones. Si La Anciana me lo permite.

Dos guardias elegantemente uniformados descendieron las escaleras que conducían a las Mazmorras de los Olvidados. Éstas albergaban a los presos más peligrosos e incluso algunos con serios problemas mentales. Había orden de alimentarlos dos veces cada semana arrojándoles el alimento desde una pequeña trampilla en el techo, y de revisar los calabozos cada dos años para asegurarse de que sus inquilinos seguían con vida. A aquellos pobres indeseables se les concedía algo de papel, una pluma y tinta, aunque era bastante dudoso que alguno de ellos supiera dar uso a aquellos instrumentos.
Al entornar la puerta de la primera de las celdas, encontraron a un hombre cabizbajo andando en círculos a gran velocidad. Gesticulaba con las manos a la vez que murmuraba palabras ininteligibles por la rapidez con la que eran pronunciadas. No reparó en los carceleros.
- Dejemos que siga con su discurso- dijo uno de los guardias mientras cerraba de nuevo la celda.
En la siguiente descubrieron a un hombre tumbado mirando hacia el techo que abría y cerraba los brazos y las piernas, como si nadase o volase. De vez en cuando se llevaba algo a la boca procedente de un pequeño montoncito oscuro que había junto a él, en el suelo. Al masticar aquello, se oía un sonido crujiente que provocó escalofríos a ambos soldados. Tras decidir que sería mejor no investigar la dieta de aquel ser, se encaminaron a la siguiente vitrina de aquel museo de los horrores.
- ¡Pasen y vean!- se dijo uno de los guardias, fastidiado por el asqueroso trabajo que le habían asignado.
El intenso olor de la materia orgánica en descomposición les dio la bienvenida. Allí tendidos vieron los consumidos restos de un hombre de larga barba que sostenía una pluma en la mano. En su rostro se apreciaba un vago gesto de serenidad. Cuando se disponían a sacarlo repararon en unas notas que había escrito aquel paranoico:

La puerta no se abre. Ahora he comprendido que tendré que esperar hasta el momento de mi hora final para averiguar lo que hay al otro lado. Yo espero que me aguarde Clara. La imagino esperándome tras el umbral, con los brazos extendidos hacia mí, y una sonrisa de felicidad en su precioso rostro, mientras pronuncia mi nombre. Sí, eso estaría bien. Clara y yo jóvenes para siempre. Clara y yo juntos y felices durante toda la eternidad...
Ahora siento que la vida se me escapa... ¡Al fin te voy a cruzar Anciana!

Mientras arrastraban el cuerpo fuera de la oscura habitación, uno de los guardias se separó de su compañero. Inclinándose sobre el suelo recogió una bola de papel. A continuación devolvió a aquella hoja su forma original mientras regresaba junto a la puerta. Ambos carceleros observaron con asombro el dibujo que había allí plasmado.
- Vaya, parece que este pobre infeliz sabía dibujar.
- Es guapa, ¿no crees?
- Ciertamente. Pero es tan sólo un dibujo.
En aquel humilde trozo de papel estaba reflejado el rostro de una de las muchachas sin duda más bellas y radiantes que jamás existieron. Y mientras el que lo había encontrado lo guardaba en su bolsillo, el otro cerró con un portazo seco.

"El Diablo en el Paraíso" por Pelotazoman

"El Diablo en el Paraíso" por Pelotazoman EL DIABLO EN EL PARAÍSO

Cuando salí de casa, me sorprendió ver que el sol ya asomaba entre las lejanas cordilleras. Sus siluetas se veían desgastadas y rojizas en el horizonte. Ese fascinante momento justo antes del amanecer le daba a todo lo que me rodeaba un aspecto mágico, anaranjado, amable y a la vez sepulcral. No estaba muy seguro de hacia dónde dirigir mis pasos, o de hacia dónde acabarían llevándome ellos a mí.
Me encontraba en una de las arterias de aquel pueblo. Era una avenida ancha flanqueda por numerosas acacias. Todas las casas eran similares a la que acababa de abandonar. Eran viviendas reconfortablemente grandes y espaciosas, de las cuales ninguna superaba los dos pisos de altura; la portentosa luz de sus interiores venía dada por unos amplios y vistosos ventanales. La cal que cubría las paredes les daba con la llegada del verano una luminosidad extrema, tanta que cuando dirigías la vista directamente a sus fachadas, los rayos reflejados del Sol te obligaban inmediatamente a apartarla.
Y allí me encontraba yo observando la aún solitaria calle. Levanté la mirada hacia la maravillosa masa de colores cálidos producida por el inminente amanecer. Un súbito viento cargado de frescor me llenó los pulmones.
Mientras caminaba una suave brisa rozaba mi cara y mis manos, y un tenue olor a tierra mojada me llegó de pronto, llenándome de placer y serenidad. Me senté, y me quedé absorto mirando el aspecto que le daba al pueblo la ya innecesaria luz de las farolas; un aspecto increíblemente triste, que le hacía parecer de otro mundo, de un mundo más elevado, menos técnico, menos artificial, más armónico. Se me ocurrió que los árboles eran mis venas y yo su ser, y el tiempo pasó, y yo ya no observaba, sentía. Cerré los ojos veía felicidad, veía heroicidad, solemnidad y serenidad. No tardé mucho en darme cuenta de que me encontraba en un estado sublime de elevadísima satisfacción espiritual. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, y mi rostro denotaba paz. Finalmente me eché en el suelo y me dejé llevar por un profundo y placentero sueño.
Cuando me puse de nuevo a caminar noté algo extraño casi al instante: el Sol estaba ya justo encima de mi cabeza, y no se veía a nadie por las calles; nadie se asomaba a su ventana a respirar aire puro, nadie salía a pasear a su perro, nadie a caminar junto a su pareja. Estuve todo el día vagando sin rumbo, y no vi a un solo ser humano. Pero algo en mi interior me impedía asustarme, y me impedía volver a casa a llamar a la policía. Y yo sabía que tenía mucho que ver con lo que había sentido esa mañana.
Ya estaba oscureciendo. Desde donde me encontraba se divisaba entre las casas el bosque en el que se amurallaba aquella villa. Había farolas pero éstas no lucían, las persianas estaban bajadas, y los árboles parecían estar completamente dormidos. Miré a mi alrededor y noté que la abrumadora oscuridad no me asustaba. Mi corazón latía lentamente pero con fuerza, con una fuerza caliente, antigua, antiquísima. Crucé la calle y después la siguiente. Decidí perderme por aquel pueblo.
No se oía más que el canto de algún lejano pájaro, y el ambiente era excitante, embriagador, te hacía sentir que estabas auténticamente vivo. Me senté, y me di cuenta de que miles de historias increíbles podrían surgir en ese momento en mi mente con gran facilidad. Estuve hasta bien entrada la noche paseando, con la mente completamente abierta, disfrutando, soñando. Y nadie se asomaba a su ventana a respirar aire puro, nadie salía a pasear a su perro, nadie a caminar junto a su pareja. Pero yo me encontraba bien. De nuevo caí en un profundo sueño.
Soñé que corría por campos verdes y frescos y que mientras lo hacía ningún mal atormentaba mi corazón, y cuando quise descansar me senté en una piedra. Una joven se sentó junto a mí, yo la miré, y la dirigí un simple:
- Hola.
Ella me observó con unos ojos profundos y claros y me devolvió el saludo. Y mientras aquella mirada surrealista me absorbía por completo, la muchacha comenzó a transparentarse, hasta que se desvaneció. Entonces, en mi sueño, yo me levanté y eché a correr de nuevo, pero esta vez como un animal salvaje cuando es liberado de su cautiverio y ha olvidado cómo sobrevivir, como un loco al que sacan de un manicomio y ha olvidado sus antiguos propósitos en la vida; pero yo había quedado enamorado de aquella unión de la belleza, la juventud, la frescura y la espiritualidad en un mismo y supremo cuerpo.
Abrí los ojos con una inquietud que pesaba dentro de mí. Pero miré a mi alrededor y me tranquilicé. Deseé que todo aquello fuese mío para siempre.
Y pasaron los días. Había perdido mucho peso desde que salí. Imaginé el lamentable aspecto que debía de ofrecer mi rostro.
Y sucedió que un día me disponía a beber agua de una fuente, cuando me pareció ver algo a no más de 50 metros en dirección al bosque. Lo que había visto me sorprendió enormemente porque parecía tener vida. Se había escabullido por el entramado de calles. Traté de seguirlo, pero fue inútil. No conseguí más que perderme sin remedio aún más por esas callejuelas, que a mí me parecían infinitas en número.
A veces pensaba en volver a casa, pero entonces recordaba la magia de las calles, y el increíble hecho de tener un bosque, tan hermoso, tan cerca, que parecía hecho sólo para mí, para que cogiera de él lo que quisiera. En realidad, todo aquello, esos paisajes de casas aparentemente modernas, pero completamente deshabitadas, la increíble tranquilidad que reinaba allí parecía existir sólo para mí; ese pensamiento me disuadía de volver.
Sin energía para continuar con una búsqueda que comprendí que era imposible, me recosté sobre la acera, y descansé.
Y soñé que estaba en el mismo campo fresco y brillante del sueño anterior; y de nuevo se acercaba a mí aquella bellísima muchacha, y de nuevo nos saludábamos, pero esta vez en lugar de desaparecer como un fantasma, venía lo que había visto hacía unas horas y se la llevaba, mientras la chica me miraba a los ojos con resignación y un miedo muy profundo.
En ese mismo instante desperté sobresaltado, y calculé que había dormido unas cuatro horas; debía de haber pasado tan sólo una desde que hubo amanecido.
Noté que cuando pensaba en la visión (la maldita antagonista de mi sueño), ya no lo hacía con un sentimiento de curiosidad o esperanza hacia ella, sino con odio, y deseé no volverla a encontrar más.
Durante todo aquel soleado día estuve dándole vueltas a la cabeza sobre mi extraña situación y sobre qué sería en realidad lo que durante apenas un segundo había captado mi sorprendida mente, ya que en el sueño lo había visto como una masa borrosa y lejana, como cuando lo vi un día antes. Finalmente comprendí que además de odio sentía un egoísmo inmenso ante la idea de que hubiera invadido el terreno que yo ya consideraba de mi pertenencia.
Los días siguientes volví a tener el mismo sueño una y otra vez, y un día tras otro, ayunaba; mi aspecto debía de ser tan horrorosamente cadavérico, que preferí no imaginármelo.
Caminaba por las solitarias calles y disfrutaba de aquel sitio que tan fuertemente me atraía. Y, sin remedio, mi mente acudía una y otra vez al supuesto ser, al sueño en el que se llevaba a la bella muchacha de mi lado, y sobre todo al sentimiento de odio que irrefrenablemente crecía en mi interior. Decidí que la mejor solución era destruir aquello que invadía mis sueños y turbaba mis pensamientos.
De nuevo vagué a través de la soledad, pero esta vez sosteniendo un arma blanca en mi mano derecha, muy sigilosamente, mientras el viento me rozaba con suavidad.
Estuve aproximadamente dos horas concentrado en esa búsqueda como nunca antes ni después lo estuve en cosa alguna. Y digo esto porque más o menos al final de la segunda no me hizo falta seguir buscando. A lo lejos vi cómo el motivo de las que eran por entonces mis únicas preocupaciones doblaba la esquina velozmente. Cegado por la ira y la locura corrí tras mi pesadilla, que de nuevo no era para mí más que algo indefinible debido a la distancia que nos separaba y a la muy escasa luz que en aquellos momentos iluminaba mis pasos. Un escalofriante trueno dio paso a una abundante lluvia. Mi visibilidad disminuyó fastidiosamente.
A duras penas conseguí seguirlo, pues con la llegada de la noche y de la tormenta no era para mí mucho más que una sombra. Yo estaba enormemente fatigado a causa de la falta de alimento, y las energías no me sobraban, pero por suerte, me pareció ver que tropezaba al doblar la esquina de una casa, y que caía justo detrás de ésta, de modo que no podía verlo, pero yo sabía que estaba allí, y que lo más probable era que estuviera indefenso durante unos breves instantes, los cuales –me dije- debía aprovechar.
Y vaya si lo hice, doblé la esquina a la velocidad de un rayo y sin pensarlo corté el aire con mi cuchillo con una fuerza que me pareció sobrehumana, y alcancé a mi objetivo de lleno.
La visión de lo que tenía a mis pies aún la tengo claramente grabada en mi perturbada mente.
Una bella muchacha de ojos claros y cabello dorado me miraba desde el suelo con resignación y un miedo muy profundo. De la incisión que tenía en su esbelto cuello brotaba un manantial de sangre. Al mezclarse con el agua de la lluvia adquiría un color en aquella oscuridad que a mí me pareció el de la muerte.
Aquella noche tuve un sueño. Yo corría por un campo fresco y verde. Me sentaba. Una muchacha de ojos casi transparentes y cuyo cabello parecía formado por finísimos hilos de oro se acomodaba a mi lado y nos saludábamos. Entonces, como una exhalación, aparecía un ser humano de rostro cadavérico, como si hubiese estado varias semanas sin comer, y se llevaba a la chica, mientras ésta me miraba a los ojos con resignación y un miedo muy profundo.

"El Diablo en el Paraíso" por Pelotazoman

"El Diablo en el Paraíso" por Pelotazoman EL DIABLO EN EL PARAÍSO

Cuando salí de casa, me sorprendió ver que el sol ya asomaba entre las lejanas cordilleras. Sus siluetas se veían desgastadas y rojizas en el horizonte. Ese fascinante momento justo antes del amanecer le daba a todo lo que me rodeaba un aspecto mágico, anaranjado, amable y a la vez sepulcral. No estaba muy seguro de hacia dónde dirigir mis pasos, o de hacia dónde acabarían llevándome ellos a mí.
Me encontraba en una de las arterias de aquel pueblo. Era una avenida ancha flanqueda por numerosas acacias. Todas las casas eran similares a la que acababa de abandonar. Eran viviendas reconfortablemente grandes y espaciosas, de las cuales ninguna superaba los dos pisos de altura; la portentosa luz de sus interiores venía dada por unos amplios y vistosos ventanales. La cal que cubría las paredes les daba con la llegada del verano una luminosidad extrema, tanta que cuando dirigías la vista directamente a sus fachadas, los rayos reflejados del Sol te obligaban inmediatamente a apartarla.
Y allí me encontraba yo observando la aún solitaria calle. Levanté la mirada hacia la maravillosa masa de colores cálidos producida por el inminente amanecer. Un súbito viento cargado de frescor me llenó los pulmones.
Mientras caminaba una suave brisa rozaba mi cara y mis manos, y un tenue olor a tierra mojada me llegó de pronto, llenándome de placer y serenidad. Me senté, y me quedé absorto mirando el aspecto que le daba al pueblo la ya innecesaria luz de las farolas; un aspecto increíblemente triste, que le hacía parecer de otro mundo, de un mundo más elevado, menos técnico, menos artificial, más armónico. Se me ocurrió que los árboles eran mis venas y yo su ser, y el tiempo pasó, y yo ya no observaba, sentía. Cerré los ojos veía felicidad, veía heroicidad, solemnidad y serenidad. No tardé mucho en darme cuenta de que me encontraba en un estado sublime de elevadísima satisfacción espiritual. Tenía los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, y mi rostro denotaba paz. Finalmente me eché en el suelo y me dejé llevar por un profundo y placentero sueño.
Cuando me puse de nuevo a caminar noté algo extraño casi al instante: el Sol estaba ya justo encima de mi cabeza, y no se veía a nadie por las calles; nadie se asomaba a su ventana a respirar aire puro, nadie salía a pasear a su perro, nadie a caminar junto a su pareja. Estuve todo el día vagando sin rumbo, y no vi a un solo ser humano. Pero algo en mi interior me impedía asustarme, y me impedía volver a casa a llamar a la policía. Y yo sabía que tenía mucho que ver con lo que había sentido esa mañana.
Ya estaba oscureciendo. Desde donde me encontraba se divisaba entre las casas el bosque en el que se amurallaba aquella villa. Había farolas pero éstas no lucían, las persianas estaban bajadas, y los árboles parecían estar completamente dormidos. Miré a mi alrededor y noté que la abrumadora oscuridad no me asustaba. Mi corazón latía lentamente pero con fuerza, con una fuerza caliente, antigua, antiquísima. Crucé la calle y después la siguiente. Decidí perderme por aquel pueblo.
No se oía más que el canto de algún lejano pájaro, y el ambiente era excitante, embriagador, te hacía sentir que estabas auténticamente vivo. Me senté, y me di cuenta de que miles de historias increíbles podrían surgir en ese momento en mi mente con gran facilidad. Estuve hasta bien entrada la noche paseando, con la mente completamente abierta, disfrutando, soñando. Y nadie se asomaba a su ventana a respirar aire puro, nadie salía a pasear a su perro, nadie a caminar junto a su pareja. Pero yo me encontraba bien. De nuevo caí en un profundo sueño.
Soñé que corría por campos verdes y frescos y que mientras lo hacía ningún mal atormentaba mi corazón, y cuando quise descansar me senté en una piedra. Una joven se sentó junto a mí, yo la miré, y la dirigí un simple:
- Hola.
Ella me observó con unos ojos profundos y claros y me devolvió el saludo. Y mientras aquella mirada surrealista me absorbía por completo, la muchacha comenzó a transparentarse, hasta que se desvaneció. Entonces, en mi sueño, yo me levanté y eché a correr de nuevo, pero esta vez como un animal salvaje cuando es liberado de su cautiverio y ha olvidado cómo sobrevivir, como un loco al que sacan de un manicomio y ha olvidado sus antiguos propósitos en la vida; pero yo había quedado enamorado de aquella unión de la belleza, la juventud, la frescura y la espiritualidad en un mismo y supremo cuerpo.
Abrí los ojos con una inquietud que pesaba dentro de mí. Pero miré a mi alrededor y me tranquilicé. Deseé que todo aquello fuese mío para siempre.
Y pasaron los días. Había perdido mucho peso desde que salí. Imaginé el lamentable aspecto que debía de ofrecer mi rostro.
Y sucedió que un día me disponía a beber agua de una fuente, cuando me pareció ver algo a no más de 50 metros en dirección al bosque. Lo que había visto me sorprendió enormemente porque parecía tener vida. Se había escabullido por el entramado de calles. Traté de seguirlo, pero fue inútil. No conseguí más que perderme sin remedio aún más por esas callejuelas, que a mí me parecían infinitas en número.
A veces pensaba en volver a casa, pero entonces recordaba la magia de las calles, y el increíble hecho de tener un bosque, tan hermoso, tan cerca, que parecía hecho sólo para mí, para que cogiera de él lo que quisiera. En realidad, todo aquello, esos paisajes de casas aparentemente modernas, pero completamente deshabitadas, la increíble tranquilidad que reinaba allí parecía existir sólo para mí; ese pensamiento me disuadía de volver.
Sin energía para continuar con una búsqueda que comprendí que era imposible, me recosté sobre la acera, y descansé.
Y soñé que estaba en el mismo campo fresco y brillante del sueño anterior; y de nuevo se acercaba a mí aquella bellísima muchacha, y de nuevo nos saludábamos, pero esta vez en lugar de desaparecer como un fantasma, venía lo que había visto hacía unas horas y se la llevaba, mientras la chica me miraba a los ojos con resignación y un miedo muy profundo.
En ese mismo instante desperté sobresaltado, y calculé que había dormido unas cuatro horas; debía de haber pasado tan sólo una desde que hubo amanecido.
Noté que cuando pensaba en la visión (la maldita antagonista de mi sueño), ya no lo hacía con un sentimiento de curiosidad o esperanza hacia ella, sino con odio, y deseé no volverla a encontrar más.
Durante todo aquel soleado día estuve dándole vueltas a la cabeza sobre mi extraña situación y sobre qué sería en realidad lo que durante apenas un segundo había captado mi sorprendida mente, ya que en el sueño lo había visto como una masa borrosa y lejana, como cuando lo vi un día antes. Finalmente comprendí que además de odio sentía un egoísmo inmenso ante la idea de que hubiera invadido el terreno que yo ya consideraba de mi pertenencia.
Los días siguientes volví a tener el mismo sueño una y otra vez, y un día tras otro, ayunaba; mi aspecto debía de ser tan horrorosamente cadavérico, que preferí no imaginármelo.
Caminaba por las solitarias calles y disfrutaba de aquel sitio que tan fuertemente me atraía. Y, sin remedio, mi mente acudía una y otra vez al supuesto ser, al sueño en el que se llevaba a la bella muchacha de mi lado, y sobre todo al sentimiento de odio que irrefrenablemente crecía en mi interior. Decidí que la mejor solución era destruir aquello que invadía mis sueños y turbaba mis pensamientos.
De nuevo vagué a través de la soledad, pero esta vez sosteniendo un arma blanca en mi mano derecha, muy sigilosamente, mientras el viento me rozaba con suavidad.
Estuve aproximadamente dos horas concentrado en esa búsqueda como nunca antes ni después lo estuve en cosa alguna. Y digo esto porque más o menos al final de la segunda no me hizo falta seguir buscando. A lo lejos vi cómo el motivo de las que eran por entonces mis únicas preocupaciones doblaba la esquina velozmente. Cegado por la ira y la locura corrí tras mi pesadilla, que de nuevo no era para mí más que algo indefinible debido a la distancia que nos separaba y a la muy escasa luz que en aquellos momentos iluminaba mis pasos. Un escalofriante trueno dio paso a una abundante lluvia. Mi visibilidad disminuyó fastidiosamente.
A duras penas conseguí seguirlo, pues con la llegada de la noche y de la tormenta no era para mí mucho más que una sombra. Yo estaba enormemente fatigado a causa de la falta de alimento, y las energías no me sobraban, pero por suerte, me pareció ver que tropezaba al doblar la esquina de una casa, y que caía justo detrás de ésta, de modo que no podía verlo, pero yo sabía que estaba allí, y que lo más probable era que estuviera indefenso durante unos breves instantes, los cuales –me dije- debía aprovechar.
Y vaya si lo hice, doblé la esquina a la velocidad de un rayo y sin pensarlo corté el aire con mi cuchillo con una fuerza que me pareció sobrehumana, y alcancé a mi objetivo de lleno.
La visión de lo que tenía a mis pies aún la tengo claramente grabada en mi perturbada mente.
Una bella muchacha de ojos claros y cabello dorado me miraba desde el suelo con resignación y un miedo muy profundo. De la incisión que tenía en su esbelto cuello brotaba un manantial de sangre. Al mezclarse con el agua de la lluvia adquiría un color en aquella oscuridad que a mí me pareció el de la muerte.
Aquella noche tuve un sueño. Yo corría por un campo fresco y verde. Me sentaba. Una muchacha de ojos casi transparentes y cuyo cabello parecía formado por finísimos hilos de oro se acomodaba a mi lado y nos saludábamos. Entonces, como una exhalación, aparecía un ser humano de rostro cadavérico, como si hubiese estado varias semanas sin comer, y se llevaba a la chica, mientras ésta me miraba a los ojos con resignación y un miedo muy profundo.

"Sólo la puerta" por Pelotazoman

"Sólo la puerta" por Pelotazoman SÓLO LA PUERTA

Sólo la puerta. La puerta, nada más.
No sé el tiempo que llevo aquí. Todos mis recuerdos anteriores se han esfumado. Lo único que parece comprender mi desquiciada mente es que Ella está siempre ahí, inmóvil. Y siempre observándome. Siempre vigilando mis pensamientos. Siempre pendiente.
He llegado a conocer muy bien a La Anciana, que es como yo llamo a la puerta. En todo este tiempo la he bautizado con otros muchos nombres. A veces es La Que Mira o La Guardiana. Cuando mi mente se ve invadida por la locura y siento que el respeto hacia Ella me abandona(no todo, Anciana, todo no), entonces se convierte en El Viejo Trozo de Madera, La Charlatana o La Cotilla. Pero en realidad siempre es La Anciana. Ella ha estado observando esta oscura habitación desde mucho antes de que yo la ocupara, y seguirá haciéndolo cuando llegue mi hora. No soy más que un intruso, lo sé por cómo me mira. Y aun en los momentos en que la oscuridad es casi absoluta, sé que Ella me sigue acechando sin descanso.
A menudo hago especulaciones sobre lo que pudiera haber al otro lado. Quizá grandes riquezas, pienso a veces. Puede que un millar de maravillas agradables a mi aletargada vista. Aunque es posible que tan sólo me aguarde un abismo negro como la Anciana, o cientos de Ancianas más dispuestas a sonreír ante mi horrendo descubrimiento. El miedo a lo que pudiera encontrar siempre me ha disuadido de hacer la comprobación más importante y a la vez más simple de mi vida. Hubiera bastado con un breve empujón para revelar al fin qué esconde con tanto celo La Guardiana.
Pues bien, escribo estas líneas porque hoy me he armado de valor y pienso hacerlo. Voy a traspasar el umbral.
Mientras pensaba sobre esto la sentía en todo momento hurgando en mi mente, tratando de averiguar mis propósitos. Ahora sé que ya los conoce, porque desde que me he decidido a revelarme, siento que su odio y su furia hacia mí han crecido notablemente.
La puerta piensa que yo soy un loco, un desviado. Al principio llegué a pensar que incluso me temía por lo que pudiera hacerla. Pero obviamente eso no es posible. La Anciana se regocija con mi lento sufrir, y disfruta provocándome más angustia aún.
Cuando todo comenzó recuerdo que tan sólo sentía una rotunda sensación de soledad. Y a veces pensaba... recordaba... ¡no me cabe duda de que en aquellos primeros días pensaba en cosas no relacionadas con la puerta!(Qué extraña sensación, ¿es posible que al escribir estas postreras líneas mi memoria haya despertado de su letargo? ¿Quizá sea la posible inminencia de mi muerte la causa de que tan olvidados recuerdos desfilen ante mí?) Sí... en mi vida había algo más... pero una presencia terrible me impedía visualizarlo con claridad(Cotilleando, hurgando, buscando). Entonces alcé la vista por primera vez. Y allí la vi, impasible, imponente. Yo estaba arrodillado ante Ella absolutamente desorientado. La escena debió de recordar a una triste oveja a punto de ser sacrificada. “¡Déjame en paz!”- había gritado yo, desesperado por no poder concentrarme en lo que era mi vida(La Charlatana me intenta impedir que recuerde aquello. Me grita). Aún no sabía que La Anciana era capaz de hablar. Para entonces iba a empezar a sentir un hambre y una sed tan terribles que llegué a pensar que este sitio era el mismo infierno. También me restaba descubrir que la puerta podía pronunciar torturadores monólogos que se alargaban durante lo que a mí me parecían siglos. En muchas ocasiones sus palabras no me dejaban conciliar el sueño. Creo que a veces durante semanas completas. Su temática favorita era una grotesca transformación de mi pasado, un pasado que llegué a creer que jamás existió. Me contaba cosas que mi atormentada mente se negaba a aceptar. No se cansó de recordarme, siempre con su voz chirriante y sepulcral: “Clara te ha olvidado, ni siquiera llegó a quererte alguna vez”(¡Clara!). Un día me propuse dibujar un retrato de aquella chica. Puse todo mi empeño en ello. Comencé dibujando el contorno de su dulce rostro(¡en verdad era dulce!). Después me esforcé por plasmar con la mayor perfección posible sus bellas facciones. Le dediqué a ello casi un día entero. Cuando por fin terminé mi obra la levanté orgulloso y feliz. Entonces comprendí horrorizado que algo no había salido como esperaba. Contemplé la hoja que sujetaba mi mano temblorosa y observé lo que yo mismo había dibujado. El rostro agrietado y desencajado de un cadáver femenino me observaba desde el papel con sus cuencas vacías. Arrugué mi macabro boceto y lo arrojé con desprecio contra la puerta. Tras rebotar contra ella, rodó por el suelo hasta detenerse en un rincón, donde aún sigue, desafiante. Lo que más me molestó a continuación fue el silencio de la puerta. En realidad creo que fue la única vez que deseé que me dijera algo, por terrible que fuera. Cualquier cosa menos tener que soportar su acusador silencio. Su revelador silencio. Me negué a aceptar lo que la puerta intentaba hacerme comprender. “¡No! ¡Me estás mintiendo maldita! ¡No es verdad!”- grité en vano, esperando una respuesta que no llegaba. Llegué a sentir el irrefrenable deseo de romper mi cráneo contra el muro y terminar de una vez con aquella pesadilla. Y así, un día tras otro la puerta me asaltaba con nuevas y aterradoras revelaciones. Y yo lloraba, tanto que mi mente se vio obligada a suprimir el dulce recuerdo de mi pasado para poder escapar de las garras de la más absoluta locura.
Pues bien, como ya dije, ahora estoy preparado para dar el paso. Para enfrentarme al fin con el destino que tanto tiempo he postergado(¡sus chillidos se hacen insoportables!). En cuanto descubra su secreto haré lo posible por desvelarlo en estas anotaciones. Si La Anciana me lo permite.

Dos guardias elegantemente uniformados descendieron las escaleras que conducían a las Mazmorras de los Olvidados. Éstas albergaban a los presos más peligrosos e incluso algunos con serios problemas mentales. Había orden de alimentarlos dos veces cada semana arrojándoles el alimento desde una pequeña trampilla en el techo, y de revisar los calabozos cada dos años para asegurarse de que sus inquilinos seguían con vida. A aquellos pobres indeseables se les concedía algo de papel, una pluma y tinta, aunque era bastante dudoso que alguno de ellos supiera dar uso a aquellos instrumentos.
Al entornar la puerta de la primera de las celdas, encontraron a un hombre cabizbajo andando en círculos a gran velocidad. Gesticulaba con las manos a la vez que murmuraba palabras ininteligibles por la rapidez con la que eran pronunciadas. No reparó en los carceleros.
- Dejemos que siga con su discurso- dijo uno de los guardias mientras cerraba de nuevo la celda.
En la siguiente descubrieron a un hombre tumbado mirando hacia el techo que abría y cerraba los brazos y las piernas, como si nadase o volase. De vez en cuando se llevaba algo a la boca procedente de un pequeño montoncito oscuro que había junto a él, en el suelo. Al masticar aquello, se oía un sonido crujiente que provocó escalofríos a ambos soldados. Tras decidir que sería mejor no investigar la dieta de aquel ser, se encaminaron a la siguiente vitrina de aquel museo de los horrores.
- ¡Pasen y vean!- se dijo uno de los guardias, fastidiado por el asqueroso trabajo que le habían asignado.
El intenso olor de la materia orgánica en descomposición les dio la bienvenida. Allí tendidos vieron los consumidos restos de un hombre de larga barba que sostenía una pluma en la mano. En su rostro se apreciaba un vago gesto de serenidad. Cuando se disponían a sacarlo repararon en unas notas que había escrito aquel paranoico:

La puerta no se abre. Ahora he comprendido que tendré que esperar hasta el momento de mi hora final para averiguar lo que hay al otro lado. Yo espero que me aguarde Clara. La imagino esperándome tras el umbral, con los brazos extendidos hacia mí, y una sonrisa de felicidad en su precioso rostro, mientras pronuncia mi nombre. Sí, eso estaría bien. Clara y yo jóvenes para siempre. Clara y yo juntos y felices durante toda la eternidad...
Ahora siento que la vida se me escapa... ¡Al fin te voy a cruzar Anciana!

Mientras arrastraban el cuerpo fuera de la oscura habitación, uno de los guardias se separó de su compañero. Inclinándose sobre el suelo recogió una bola de papel. A continuación devolvió a aquella hoja su forma original mientras regresaba junto a la puerta. Ambos carceleros observaron con asombro el dibujo que había allí plasmado.
- Vaya, parece que este pobre infeliz sabía dibujar.
- Es guapa, ¿no crees?
- Ciertamente. Pero es tan sólo un dibujo.
En aquel humilde trozo de papel estaba reflejado el rostro de una de las muchachas sin duda más bellas y radiantes que jamás existieron. Y mientras el que lo había encontrado lo guardaba en su bolsillo, el otro cerró con un portazo seco.